
El arte creativo debería ser gratis y libre como el amor de los ángeles, sin contratos ni trueques. Cuando creo —incluso al copiar covers de canciones famosas—, no estoy entreteniendo: estoy desintoxicando mi alma. Es alquimia pura: transmuto el caos en belleza, reciclo el dolor en sonido. ¿Cómo poner precio a un acto sagrado de exorcismo personal?
El pecado original comenzó hace siglos, cuando alguien con alma de contable decidió que la sanación artística necesitaba etiquetas. Se atrevió a encadenar lo divino a un recibo. Pero el arte verdadero solo tiene un espectador: la mente que, por un instante, deja de pensar. Que se queda “bruta”, suspendida, viendo o escuchando lo que su alma siempre quiso expresar.
Por eso los artistas como yo somos lobos disfrazados de ovejas. Cobardes que desde la retaguardia lanzamos proyectiles de amor —pinturas, melodías, versos— contra el sistema. Sabemos que rara vez veremos el manto de hierro agrietarse… pero seguimos disparando. ¿Locura? No. Fe.
Como alma, haré lo posible (y lo imposible para mi mente) para filtrar luz en esta oscuridad. Y cuando llegue mi última nota, será de la mano del Creador. Sonreiré breve y dejaré que vibre hasta que mis párpados se cierren como un último fadeout.
